lunes, 26 de enero de 2009

Fuerteventura es helioterapia pura



Cuando en 1996 visité Fuerteventura saqué la conclusión de que la isla estaba compuesta por playas interminables que no se acababan nunca. Es la isla más vieja del archipiélago, tiene una edad aproximada de 21 millones de años, y sin embargo es la más pujante. Se extiende sobre el mar a lo largo de 1.659 kilómetros cuadrados y está a sólo 97 kilómetros de la costa africana, lo que equivale a decir que se halla apenas a un centenar de kilómetros del desierto del Sáhara. Y vaya si se nota. Si al director de cine Oliver Stone le encanta perderse por los desiertos de Nevada, California y Arizona, en Fuerteventura se puede tener una experiencia similar contemplando una puesta de sol y viendo cómo sangra el cielo sobre montículos erosionados cuyo color de oro se va diluyendo según cae la noche.


A 6 kilómetros en dirección noroeste aparece el islote de Lobos, un refugio natural para dejar volar la imaginación pensando en piratas y en un mapa borroso que oculte el lugar de un tesoro. En el sur, sobre la península de Jandía se eleva el Pico de la Zarza, que con sus 812 metros de altura es la cumbre más elevada de la isla que los romanos llamaron "Herbania", tal vez como adaptación del vocablo aborigen "Erbane". Estaba dividida en dos regiones: Jandía y Maxorata, siendo esta última denominación de donde deriva el gentilicio "majorero". Fue en Fuerteventura donde Olivia y yo les pedimos a las cigüeñas que emigraban un bebé y me trajeron a César para llenarme de orgullo. Cuando lo veo jugar haciendo regates y marcando goles a veces pienso que es el sol majorero el que bulle como un fuego que se desborda dentro de él, y la roca de la montaña de Tindaya la kriptonita con que se forjó mi hijo pequeño.
Olivia y Andrés oteando las cigüeñas

Piscina del hotel "Los Gorriones" en Jandía
Hotel "Los Gorriones" en Jandía

Aquí está el paisaje canario vernáculo más auténtico y salobre en las aulagas, los verodes, las tabaibas y los cardones. Aquí están las mejores playas de Europa y las más seguras del continente africano. El espectáculo de los charcos que se forman al subir la marea no sólo es hermoso de contemplar, sino una delicia para los niños, los que no saben nadar y los que respetan al dios Neptuno. Recuerdo cuando el fallecido canciller alemán Willy Brandt venía a veranear a principios de la década de los setenta y se desplazaba por la isla en burro. Entonces Fuerteventura era virgen y aún se cultivaba en ella el trigo que servía de despensa al archipiélago. Hoy todavía el queso que producen sus rebaños de cabras es el mejor del mundo y cualquier fruto que produzca tiene la suprema calidad de las horas de sol que le sobran para regalárselas a quien las necesite. También ha sido y es un paraíso tradicional para los pescadores.

Junto a mi padre, Reyes, José y Lina en una playa de La Oliva

Islote de Lobos

Lina, mi padre y yo en Ginijinámar

Nunca podré olvidar cuando vi por primera vez la arena blanca de las playas del municipio de La Oliva o la estatua que erigieron en una montaña en honor a don Miguel de Unamuno, cuyo museo se abre en el Puerto del Rosario para los curiosos y admiradores suyos. No podré olvidar el pueblito pesquero de Ginijinámar porque me recordó al Agaete de la infancia y a la familia materna de mi amigo Mario. No se puede olvidar así como así la sensación del peso de la historia en la Casa de los Coroneles, semiderruida entonces, o el saludo de un anciano asomado a la puerta de su casa en el pueblo más antiguo de Canarias, la villa que despierta los sentimientos más profundos: Betancuria. Nunca olvidaré que fue en Caleta de Fuste, frente a su baluarte de piedra, la torre de un castillo para defenderse contra la piratería berberisca, donde me bañé en una playa por última vez con mi padre. Hay cosas que van y vienen, como las modas, pero la felicidad que Fuerteventura proporciona nunca desmaya, siempre perdura.

Con mi padre en Jandía: un amor interminable

Playas de ensueño majoreras

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