miércoles, 28 de enero de 2009

La vida entonces era una fiesta perpetua

Ahora deben estar en el cielo montándose otra juerga. Su modo de vivir era una orgía constante. Trabajaban duro, ensayaban, se rodeaban de vedettes, fumaban, hacían el amor en casi todas sus variantes, sexo en grupo, camas redondas, triángulos, quintetos, todo porque no se rompiera la noche, por favor, que no se rompa. En este libro se cuenta la parte sustanciosa de una amistad a la que sólo la muerte pudo poner término. Hubo altibajos y traiciones como la de Peter Lawford, ausencias intermitentes como la de Shirley MacLaine, pero el núcleo duro siempre estuvo allí: Frank Sinatra, Dean Martin y Sammy Davis jr.
Dean era el caballero irónico, de un humor dulce y un saber estar en todas las situaciones. Frank representaba el papel del conseguidor de los sueños imposibles, capaz de reunir a los amigos sobre un escenario y revivir viejos tiempos con más de setenta años de edad a cuestas. Sammy fue un artista polifácético, un bailarín acrobático que salió de la nada y superó los peores estigmas posibles: era negro, judío converso, enano, pobre, hijo de cómicos de vodevil y encima le faltaba un ojo que perdió en un aparatoso accidente de tráfico. En fin.
¡Qué historia la de aquellos días! Al principio de los años sesenta protagonizaron una película en la que atracaban varios casinos de Las Vegas. Fue su primer revival porque su punto más alto en audiencia y venta de discos lo habían gozado en anteriores décadas. A Dino lo destruyó la excesiva ingesta de alcohol y la pérdida de un hijo, piloto del ejército, que pereció al estrellarse su caza de combate. Sammy fue degenerando hasta probar todo tipo de drogas, sobre todo ácidos y cocaína, experimentando con su sexualidad hasta mantener incluso relaciones sodomitas por el mero placer de explorarlas. Frank Sinatra tuvo que llorarlos en su entierro a todos, pues fue el último en marcharse. Sinatra resistió más a pesar de emborracharse toda su vida con Jack Daniel´s y fumar un paquete de Camel rubio sin filtro a diario.
¡Qué tiempos aquellos! Hoy son políticamente incorrectos, vale, ¿pero quién no los hubiera querido vivir a su manera? Ganaban dinero cantando y divirtiéndose, los tomaron por bufones de la mafia, payasos para diversión de integrantes de la Cosa Nostra, y sin embargo no murieron en ninguna vendetta, no fueron ráfagas de ametralladora las que apagaron sus corazones, y eso que eran hombres de palabra. Quizá por su misma entereza y sentido del honor los respetaron. Y porque no se fueron de la lengua nunca. O porque no dejaban tirados a quienes les apoyaron para subir arriba, como hicieron los hermanos Kennedy con el capo Sam Giancana.
Podría pensarse que Sinatra es el protagonista principal de esta historia. Cuando la lees te das cuenta de que Dean Martin sobresale airoso. Tuvo unos inicios duros como boxeador (se hacía llamar "Kid Crochet"), y tras conocer el éxito con Jerry Lewis en múltiples comedias, éste terminó abandonándolo por considerar que no le necesitaba. Su carrera parecía acabada. Pero fue a ser que no. Dino era un italiano duro como un olmo. Resurgió de sus cenizas hasta eclipsar al viejo colega. Qué bien canta. Cómo interpreta "Everybody loves somebody sometimes". Cuánta ironía hay en sus observaciones. Una vez Sinatra le preguntó si cuando era un don nadie había dormido alguna vez bajo las estrellas. Él le contestó que muchas, pero no iba a darle nombres (de las estrellas cinematográficas). Qué fineza. Cuánta clase. En otro momento de una de sus actuaciones, Dino decía tener siete hijos y cuando el público aplaudía, él les pedía que parasen porque no tenía mérito: encargarlos le había llevado sólo siete minutos. A Sammy, como era tan negro, solía pedirle que no parara de reír para que pudieran verle los espectadores. En otra ocasión se presentó la policía en su casa para que cesaran las molestias que una fiesta ruidosa estaba provocando en el vecindario. Pero no había vecinos. No molestaban a nadie. Era una mansión terrera rodeada de jardines con piscina. Sinatra descubrió que el propio Dean llamó a la policía para que los invitados se largaran porque ya era demasiado tarde. Mientras en la parte baja los demás se divertían, Dean Martin mojaba galletas con leche en su cama contemplando un western.
Éste fue uno de los primeros síntomas de senilidad, andropausia o ganas de emprender la retirada. El elegante Dean Martin ya había ganado suficiente dinero y quería jubilarse. Siempre había sido un tanto reservado y desconfiaba de la gente. Quien le empujó a seguir actuando fue Frankie. El viejo de los ojos azules sí que era un derroche de energía. Él fue el mayor latin lover del siglo veinte. Por su dormitorio desfilaron las mejores figuras femeninas del celuloide, desde Lana Turner y Ava Gardner hasta Kim Novak y Mia Farrow pasando por Marilyn Monroe y Lauren Bacall, sin olvidarnos de Jacqueline Kennedy. Jamás ha conocido la historia un semental como el oriundo italiano nacido en Hoboken, New Jersey. Ahora bien, su vida privada no importa. Lo que cuenta es que sin tener las cuerdas vocales de Pavarotti modulaba las palabras de tal modo que cantó mejor que nadie. Es la Voz con mayúsculas. Fue el más grande. Sus canciones no se marchitan. Se convirtió en el gran clásico de la música melódica superando a su respetado Bing Crosby. Él es el paradigma del amante mediterráneo. Y fue el primer cantante que arrastró masas de fans histéricas a sus conciertos. También simboliza al mayor representante de la cultura americana forjada por los hijos de los emigrantes venidos de la lejana Europa. Y sobre todo, por encima de todas las cosas, es el icono de cómo se alcanza la cúspide de la gloria al estilo de antes: con chaqueta, camisa blanca impoluta, chaleco, zapatos de charol, corbata y sombrero.
Dean, Sammy & Frank

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