miércoles, 18 de febrero de 2009

Un libro primerizo


Cuando uno hace las cosas por primera vez, es natural que se equivoque. Y con mi primer libro me equivoqué. Estaba ya listo para imprimirse. Todo parecía ir sobre ruedas. De pronto, me entró vergüenza, sentí un pudor inalienable. ¿Por qué? Pues porque eran poemas de juventud compuestos entre los 18 y los 30 años. A última hora sentí que publicarlo era como desnudarme intelectual y emocionalmente. ¿Qué hice entonces? Le pedí al impresor un tamaño de letra diminuto y una grafía estilizada: la gótica. El resultado me pareció artístico en principio, incluso disfruté pensando que de ese modo el texto sería leído solamente por alguien interesado de veras. Algunos años después comprendí que al lector hay que darle todo tipo de facilidades. Fue un error. Un inmenso error, pero ya no importa. Ahora se trata de una rareza bibliográfica, un libro casi inencontrable. No creo que nadie lo haya leído más allá de la dedicatoria, y tampoco pasa nada. Simplemente se trata de un conjunto de versos que forman lo que en el argot de los literatos se denomina una juvenalia.
La lección que extraje del esfuerzo que me costó escribirlo es muy clara: lo que uno vierte sobre el papel da la impresión de ser mucho más y mejor de lo que luego subsiste cuando después de un cierto tiempo uno vuelve a leerlo. Y otra: siendo joven los iba puliendo y guardando con el pensamiento de que eran muy buenos, sobre todo por las influencias que abrazaban: Quevedo, Lope de Vega, Antonio Machado y Miguel Hernández, sobre todo. Pues bien, la mayoría de los poemas escritos ni siquiera merecieron publicarse y los deseché. Tanta bondad literaria resultó ser vana. Y los que finalmente merecieron ver la luz pública tampoco eran para tanto como el jovenzuelo que fui pensaba. Andando los años me parece que éste libro es un inicio como el de muchos escritores que empezaron como poetas: Camilo José Cela, Francisco Umbral y José Saramago, por nombrar a tres entre tantos.
Mirando atrás sin rabia, la verdad es que no me arrepiento, porque significó sentirme escritor y hay demasiada gente que presume de escribir bien pero no tiene ni un mísero libro que respalde esa afirmación que no deja de ser una flatulencia incontrastable. Y hay que mojarse, porque es muy fácil criticar y reírse o encasillar a los demás para menospreciarlos. El problema de la gentucilla que actúa así es que un escritor verdadero sigue haciendo más obras, y juzgarme por este libro de novato en las lides de los letraheridos es como enjuiciar a Cela por haber debutado con un poemario de título gongorino, o por decirlo más claro, robado a Góngora: "Pisando la dudosa luz del día". Al fin y al cabo, lo que pergeñé no fue más que una colección pequeña de sonetos. Y eso sí, a todo futuro escritor o aspirante a serlo no le vendría mal ejercitarse versificando antes de navegar por los procelosos mares de la narrativa o el ensayo.
Bueno, aquí abajo se puede ver una muestra de lo que hice. Se encuentra en la página 37. Quizá sea el poema mejor logrado de cuantos aparecen en el susodicho libro. Ahora que se cumple el 200 aniversario del nacimiento de Charles Darwin y que tantos fariseos pretenden desacreditarlo, tal vez parezca confeccionado a propósito. Pero no, lo escribí hace más de veinte años:

El mundo, absurdamente, no es el centro del universo
y el hombre, por desgracia, no es el objeto de la creación.
Alrededor de la Tierra no gira su órbita el sol
ni el homo erectus, qué lástima, tiene alma sino cerebro.

No existe una sola iglesia, como tampoco un solo credo,
según todo pueblo cada uno es elegido por su Dios.
No hay quien se procree a sí mismo, ni tan sólo revelación,
todo es el fruto humano del interés, la ignorancia y el miedo.

Las lenguas no se dividieron en la torre de Babel,
el diluvio universal rehace la leyenda de Gilgamesh
y el poder real de cada Dios equivale al de su grey.

De haber Dios no habría esfuerzo en demostrarlo: se mostraría.
Los rapaces sicarios beatos especulan en nombre de nadie:
el hombre es pasajero y sus civilizaciones efímeras.

(Del libro Atónita Farsalia, Las Palmas de Gran Canaria, Imprenta Pérez Galdós, 1991, 121 págs. )

Francisco de Quevedo y Villegas (Madrid, 1580 - Ciudad Real, 1645)

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