lunes, 9 de marzo de 2009

Un gran escritor al descubierto


Segundo volumen de las memorias de Sándor Márai donde cuenta el saqueo de los bolcheviques a Hungría, su patria de nacimiento: "Los que me saludaban perplejos en la oscuridad pertenecían al proletariado del pueblo. Su perplejidad se debía a que ni los grandes cambios ni 'el momento histórico' despertaban en su alma la más mínima experiencia de 'liberación'. Pertenecían a un pueblo que había vivido en estado de esclavitud durante demasiado tiempo y parecían saber que su destino no había cambiado: los dueños de antaño se habían ido, habían llegado los nuevos, y ellos continuarían siendo tan esclavos como antes".
En realidad, el avance del Ejército Rojo se podía comparar con la devastación que las incursiones de las hordas de Gengis Kan, Atila o Tamerlán infligieron varios siglos atrás. Se llevaban los cerdos, los relojes, el trigo, el aceite, la manteca, las cortinas, el carbón, las joyas, el hierro, los muebles, las máquinas, y por último, también las personas. O las mataban directamente o se las llevaban a campos de trabajos forzados. Sobre éstos se han hecho pocas películas, por no decir ninguna, lo que evidencia el hecho de que uno de los vencedores de aquel conflicto, la II Guerra Mundial, fue la Unión Soviética. Tuvimos que esperar a la obra titulada Archipiélago Gulag (publicada en 1973), escrita por Aleksandr Solzhenitsyn, para empezar a enterarnos del drama que padecieron centenares de miles de seres humanos bajo el totalitarismo marxista-leninista. El soldado ruso, bielorruso, kirguís, uzbeko, ucraniano, mongol, siberiano o tártaro "no podía traer la libertad, puesto que él tampoco la tenía".
Muchos de esos soldados serían purgados (eliminados) luego, pagando con su vida el haber entrado en contacto con una sociedad capitalista en su avance hacia Berlín. Su culpa consistió en haber visto un sistema que lograba el bienestar del individuo de un modo más rápido y pujante, todo lo contrario que en Rusia y sus países satélites, por no decir sus colonias explotables. Si la URSS no tenía piedad con sus propios súbditos, menos la iba a tener con húngaros, checos, eslovacos, búlgaros o polacos. Las campañas de exterminio contra narodniks, kulaks, mencheviques, socialistas y trotskistas fueron un precedente trágico y una advertencia funesta de lo que aguardaba a los territorios por los que pasaba la arrolladora maquinaria bélica de los soviéticos.
Apenas poco después en Hungría eran acusados, interrogados, torturados y aniquilados hasta los que se habían opuesto a los nacionalsocialistas antes de 1945. Simplemente se habían vuelto incómodos y sospechosos por haber luchado en defensa de las libertades contra las cruces gamadas, y en el sistema de explotación estajanovista que implantó el estalinismo, la única libertad era la de obedecer las consignas del Partido Único.
Siniestro fue también que se arrancara de sus propiedades o desterrara de sus casas a los intelectuales que callaban, porque el silencio les parecía una forma elocuente de oposición al régimen. En un sistema de terror como aquel, el objetivo era que todo el mundo sintiera pánico para así tenerlos a todos controlados. Hasta los comisarios políticos temían a sus superiores y los militares de alto rango a los emisarios enviados desde Moscú, la tristemente célebre NKVD, la policía política, los correveidiles de papá Stalin.
Leído este memorándum, uno llega a dos conclusiones. Primera: el descubrimiento de un consumado escritor que nos revela su pasado en la ciudad de Budapest, en los alrededores de la Plaza Kossuth. Segunda: que los pobres húngaros escaparon de los espolones nazis para caer en las garras de los bolcheviques crueles y corruptos. Digamos que después de tantos años de infundir miedo a la población, explotarla y saquear los recursos del país magiar, queda la incógnita de si los alemanes, en caso mde triunfar, hubieran sido tan bárbaros como los orientales venidos de Asia. La respuesta que flota en la atmósfera del libro es que probablemente sí. Lo cual es peor, porque indica que en el fondo no tuvieron opción donde elegir. Las alternativas eran un mal u otro. Los americanos e ingleses se desentendieron de ellos en la conferencia de Potsdam.

Panóramica diurna con el puente de las cadenas sobre el Danubio

Vista nocturna de Budapest con el edificio del Parlamento al fondo

Posdata: el título ¡Tierra, tierra! se refiere a las palabras que pronunció el gaviero Rodrigo de Triana cuando oficiaba de vigía y avistó el continente americano, mientras Cristóbal Colón y el resto de la tripulación dormitaba. Son las mismas palabras que sintió en su interior Sándor Márai cuando, tras decidir marcharse voluntariamente al exilio, traspasó la aduana en un tren con destino a Suiza, aprovechando la excusa de haber sido invitado a unas jornadas literarias. Bueno, al menos por esta vez sí puede decirse que la literatura salva. Físicamente, quiero decir, porque anímicamente es una tabla de salvación contra la estulticia y el adocenamiento imperantes.

Balneario de Széchenyi en Budapest, con aguas termales (fría, templada y cálida) en sus tres piscinas exteriores, y medicinales (ricas en azufre, magnesio, calcio y otros minerales) en las del interior

Puente de las Cadenas, el más viejo de la ciudad (inaugurado el 20 de noviembre de 1849), fue construido gracias al conde István Széchenyi, quien donó un año entero de sus rentas para que se realizara

Sándor Károly Henrik Grosschmid de Mára, "Sándor Márai", nacido en Kassa, Hungría, (actualmente Kosice, Eslovaquia) el 11 de abril de 1900, y suicidado en San Diego, Estados Unidos, el 22 de febrero de 1989)

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