martes, 23 de marzo de 2010

El lugar donde aprendí que aún se puede ser feliz



PUERTO DE LA CRUZ

Nunca llueve allí donde el sol es más amable
y el azul tan límpido de las felicidades
prolonga su serenidad hacia el horizonte.



Vi surcar el cielo, tras un muro de negras rocas,
signos sonoros que eran rúbricas de gaviotas.
Junto al acantilado las espumas de las olas
crispaban su ferviente fermento cual surtidores
que desbordaran sobre los cristales sus licores.



Aquella exuberante naturaleza frondosa
crecía henchida por las savias verdes y lávicas.
Doquiera hervían ejemplares de plantas y flores.
La pigmentación predominante del mobiliario
se teñía con blancos y azules pescadores.



Cuentan las lejanas voces de los ancianos ecos
que la plaza del Charco se llenaba con el agua
de las mareas bajo beneplácito selénico.
La vieja iglesia, su torre, fuentes con ñameras,
daban vida eterna a un ciclo interminable.



Vi el Teide cubierto con un manto mayestático
tranquilizador de hielo. Sus aristas cortantes,
el frío del aire inmóvil, el entrañable calor
de los destellos solares sobre los aspergentes
depósitos lacustres del complejo de Martiánez.



Por las noches refugiábame en cálidos bares,
viajando al extranjero sin moverme de Canarias.
Cantaban en un local viejos temas de Fogerty
porque aquel pueblo era como un manantial
donde siempre renacía transparente agua clara
que me iría a mantener para siempre joven.


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