miércoles, 4 de agosto de 2010

Llegada cierta edad se vive de recuerdos


Explanada junto a la alameda y el ayuntamiento de Teror

PLAZA CÉNTRICA TRAS UNA ARAUCARIA

El adoquinado de las calles afluentes, nuevo.
Las losetas del parque. Los árboles jóvenes.
Las rejas. Adelanto un pie tras otro
mirando el zapato que me avanza.


Araucaria, bancos de la alameda y parte trasera de la iglesia

A mi izquierda creo que aún está
la antigua alameda, el kiosco-bar
con sabor a chicle de “Bazooka”,
las hojas caducas de los álamos
cayendo amarillentas.


Araucaria, pared lateral y gárgolas del templo

Mi novia aguardándome a la sombra
sobre una góndola de piedra. Los besos,
la premura por acudir a tiempo,
mi vestir desgarbado, el aliento,
las pulsaciones del corazón acelerándose,
los abrazos, los juegos de manos trabadas,
el escote donde se deslizan los ojos,
los labios, ella sentada en mis piernas,
su blusa almidonada, el pantalón vaquero.



La sonrisa radiante, las bromas,
la sensación de preorgasmo perpetuo.
La música con orquesta en vivo,
el baile de noche, los pasos que consiguen
trepidar junto al mío su cuerpo.
Introducir los dedos
en su cabellera, rizarle el pelo,
recorrer con la boca la blancura
del blando cuello, las mejillas,
los pómulos, el lóbulo de la oreja.



Camino justo al lado del espacio
donde ocurrió en otra época
el idilio de dos pubertades sedientas
por descubrirse en el sexo.
Las luces de las farolas siguen estando
pálidas y amarillentas,
quizá todavía más trémulas si cabe
por la presbicia del recuerdo.



Bandas de muchachos inquietos
coquetean y gritan palabras soeces
mientras paso al lado. Otras personas
apenas reparan en mi trayecto.
Nadie ve lo que se deposita en mi memoria,
el sedimento fláccido de un amor
que sólo existe inventado
o como si fuera un sueño.


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