viernes, 20 de abril de 2012

Cometiendo el atrevimiento de pensar en voz alta


 

RAZONAMIENTOS
DESDE EL DESÁNIMO
Y EL DESCREIMIENTO

Un hombre se decidió a confesar su amor a la mujer que amaba. Le dijo que era la única en el mundo y que nunca habría otra. Ella se limitó a presentarle a su hermana gemela entonces.

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Una señorita le habló a un pretendiente sobre las delicias del sexo con amor y del amor puro, libre y gratuito en sí mismo. Él estaba encantado. Pasaron los años, vinieron los hijos, se hartaron de cariños, llegó el desamor, la ruptura, y todavía el iluso está pagando las letras de la hipoteca del piso que compartieron juntos.




Cecilio Jiménez era alguien que se tenía por un hombre trabajador porque siempre se levantaba muy temprano, característica connatural, por otra parte, de las gallináceas. Sentía un profundo desdén convertido en rencor, por no decir menosprecio, hacia todo aquel que trabajara hasta altas horas de la noche en menesteres relacionados con el intelecto. Pensaba que leer era una pérdida de tiempo, un vicio vituperable, una argolla que ni pintiparada para los gandules. Lo cierto es que a él le hubiera costado un horroroso esfuerzo haber leído, al menos una vez en la vida, un solo libro.


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A un político lo invistieron doctor honoris causa después de haber sido elegido en las urnas para ocupar la presidencia del gobierno. Ocurrió en la Universidad “Sergio Arboleda” de Bogotá. Si no hubiera salido presidente, no lo habrían investido. Si hubiesen escogido a otro, a ése le hubiera correspondido tal honor. ¿Qué es lo que se premia entonces: el poder o los méritos académicos? ¡Ah, sí, poderoso caballero es don dinero! Tan degradada está la situación universitaria como miserable es la condición advenediza y oportunista de los hombres.


Mariano Rajoy Brey
(Santiago de Compostela, 1955)
Un hombre con sentido de Estado y sin sentido del ridículo


¡Cuánto dolor dicen sentir los ministros ordenando recortes! ¡Cuántas decisiones difíciles afirman tener que adoptar! Pero son difíciles y dolorosas para quienes las sufren, no para ellos, que hasta incluso podría sospecharse que sádicamente disfrutan aplicándolas, burlándose así de las gentes humildes que son sus víctimas.

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¿De dónde proviene el prestigio moral de los parias de la Tierra? ¿Quién ha visto grandeza donde suele abundar la mezquindad? ¿Alguien cree que por ser pobre es éticamente superior a otra persona con algún capital? ¿Y qué hay de los valores calvinistas del esfuerzo y el ahorro? ¿Son superiores las adicciones, el derroche, la vagancia, la maledicencia y la envidia, atributos todos ellos de los miserables que no dan un palo al agua? ¿Por qué hay que mover un dedo en favor de gente baja que vive hundida en el fango de la barbarie por su propia elección, conveniencia y comodidad? Claro, será porque todos amamos a la Humanidad en conjunto y sólo vemos los defectos en los individuos concretos.



Hubo una época en que el Estado premiaba la natalidad de las familias tradicionales con incentivos económicos a los progenitores que fueran funcionarios docentes con becas, exención de tasas y matrículas escolares, etc. Era una forma de hacerlos partícipes en el bien común y promover la crianza de hijos. Poco a poco se fueron eliminando estos alicientes por ser considerados privilegios y aquellas familias ya no pueden tomar porciones del pastel colectivo. A esa política, sin embargo, le sucedió otra en la que muchos parásitos próximos al gobierno de turno entran a saco en los presupuestos públicos para obtener subvenciones de cualquier tipo, con pretextos que van desde ayudar a una organización homolésbica y transexual en la capital del Paraguay, hasta la lucha contra la extinción de las tortugas en Suazilandia.


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